22 février 2012

« Si Dios quiere »


Va por ti Juan Luis

Bip-bip, tiene un nuevo mensaje: « Estimado caballero.
Nos vemos el 30 de septiembre en Algemesí a las 10:30 en el hotel del polígono industrial. Saludos cordiales, Juan Luis. »
¡Por fin! Había pasado un mes de tentativas vanas de ponerme en contacto con el novillero Emilio Huertas y su entorno, con el objetivo de seguirle durante el día de su actuación en Algemesí. Me quedaba apenas una semana antes de este gran día.
Desde que estuve en septiembre de 2010, me había propuesto volver a Algemesí para disfrutar del ciclo de novilladas que allí se realiza, de sus peñas y de su plaza de toros cuadrada hecha de madera y cuerda erguida en el medio del pueblo. Allí descubrí a Emilio quien triunfó en 2010. ¿Por qué no proponerle un seguimiento, cámara en mano, el día de su reaparición en esta misma plaza? En fin, pasar un rato con un novillero que se pone delante de los Escolar, Yonnet y Prieto de la Cal tiene que ser una grata experiencia para un fotógrafo aficionado.
A las 10 en punto, el mismo 30 de septiembre, me encontraba delante de un hotel de polígono industrial. Bien preparado, las baterías cargadas, el material en la mochila, los consejos de otros fotógrafos grabados en la cabeza y alguna que otra idea sobre las posibles tomas a captar. En cambio, no estaba nada preparado para vivir una experiencia humana extraordinaria…
38 minutos, 2 cafés y 3 cigarros más tarde, la furgoneta de cuadrilla se para delante del hotel. Había perdido un poco el Norte y tras el caluroso saludo de Juan Luis — el mozo de espada — del apoderado Tomás Campuzano, de Emilio y de su picador, solo pude murmurar un glacial: « Hola, soy Flo. »
« Ven Flo, vamos a tomar un café. » Perfecto, así será el tercero. En voz baja y algo apartados del resto explico a Juan Luis que no soy ni periodista ni fotógrafo profesional, y que el reportaje no saldrá en ninguna revista. Tan solo es un proyecto personal: mi único objetivo es pasar el día con ellos, hacerme muy pequeño, no molestar, hacer algunas fotos de Emilio cuando se viste y ya está. La respuesta de Juan Luis no deja lugar a duda: « Sube a la furgoneta, nos vamos al sorteo. Démonos prisa sino llegaremos tarde. »
Por fin respiro…
Emilio se quedó en el hotel con Alvarito. Tradición y superstición. El torero no participa en el sorteo: conocerá a sus adversarios cuando salten a la arena.
¿Qué puede hacer un novillero en un hotel de polígono industrial un viernes por la tarde? Cavilar, intentar domar los fantasmas negros que desfilan en su cabeza, dudar, sencillamente: ¡pasar miedo! Esperar todo un día sin distracción posible, es la prueba más dura que tienen que pasar los toreros. Lo tengo claro: la próxima vez me quedo con Emilio en el hotel para compartir estos momentos, esta angustia.

A nuestra vuelta, Emilio está sentado sólo en una mesa de la sala del restaurante con el periódico deportivo delante de él. Lo habrá leído tres veces por lo menos. Enseguida el maestro Campuzano se sienta a su lado. « Cómplices » es el titular del Superdeporte; bonita foto de circunstancia.
« ¿Cómo es la novillada, Maestro? — Muy bonita, Emilio, muy bonita… »
Suena a respuesta estereotipada. Acude a la mesa el resto de la cuadrilla que asistió al sorteo. Todo el mundo está de acuerdo: « Muy bonita. » Bien hecha y muy bonita. Un poco alta, es verdad — el nº 52 es especialmente cuajado para una plaza de tercera categoría —, pero muy bonita. Tomás Campuzano no para de repasar sus notas sobre el reconocimiento, tan minúsculas que caben en un confeti. Mientras el picador y el mozo de espada simulan la cornamenta de cada res con sus dedos, Emilio se rasca inconscientemente la cabeza al nivel de la coleta; sus manos se cierran, se abren, sus dedos se cruzan. Una tensión se instala lentamente, apenas rota por las bromas y las risas del resto de la cuadrilla.
« Vamos a comer, Flo. Te sientas con nosotros. »
Juan Luis sabe romper estos momentos de tensión con el calor y la firmeza que caracteriza a los Manchegos. Me deja tomar la distancia que necesito para hacer mi trabajo y sabe engancharme otra vez al grupo. Nado en la felicidad. Estoy en el extremo de la mesa, presidiéndola, con toda una cuadrilla y un torero delante de mí. Noto que Emilio está tenso y evita cruzar mi mirada y la de la cámara. Me divierto acercando el visor para ver como su mirada cambia al hacerlo y como la conversación que tiene con su compañero pierde naturalidad.
« Señores, es la hora de la siesta. »
Juan Luis acaba de cambiar el tercio. Todo el mundo sube a las habitaciones. Los picadores son las personas más motivadas para realizar este tipo de ejercicio porque, en un santiamén, han bajado las persianas. Para los demás, y para Emilio en particular, comienza una nueva espera. Son las 14h30 y la corrida empieza a las 17h30; tres largas horas sin siesta, tres largas horas donde el reposo es fingido.
El respeto hacia el torero impone que le dejemos tranquilo en su habitación. Pero rápidamente la habitación se transforma en un va y viene de toda la cuadrilla a la expresa demanda de Emilio. Me cuelo en ella, me hago muy pequeño dentro de esta habitación de doce metros cuadrados donde… llegaremos a ser seis. Unos acostados en la cama, otros sobre una manta en el suelo, y el menos afortunado, sentado en un rinconcito de la cama. Se comenta, se habla, se bromea — por supuesto, el toro está omnipresente en las conversaciones. Emilio habla muy poco pero quiere que se le hable. Una vez más parece dudar, tener miedo, invadido por estos demonios negros de carne y hueso que saldrán dentro de poco al ruedo algemesinense. Afrontar fantasmas es más complicado que afrontar a todos los Prieto de la Cal, Yonnet y Escolar juntos.

« ¡José, ven! José! José!
— ¿Qué pasa Emilio?
— ¡Ven! »
La solución a las angustias de Emilio se llama José Otero. José da todo su sentido a la palabra banderillero de confianza. Él es para Emilio como el ventolín para los asmáticos: una bocanada de oxígeno. José sabe leer los miedos y las dudas que atormentan al novillero. Lo tranquiliza, lo motiva, le dice que todo va a salir bien, que todo el mundo está a tope y que hay que salir con ganas de comerse el toro y triunfar. Emilio no dice nada. Escucha con la mirada perdida — yo también escucho a través del visor de mi cámara. Me siento un poco voyeur, el testigo de un momento especial. Nadie me presta atención, mientras que yo no me pierdo un ápice de sus gestos.
En la habitación contigua, los picadores se despiertan. Fuera, Alvarito acaba de cepillar y doblar los capotes y las muletas. De repente la gente revienta: hablan fuerte, cantan en la ducha, se ríen, bromean, y se alborotan.
« Esta presión ha de salir por algún sitio. Son muchas horas. Encima la hora de la corrida se acerca y les gusta esto. Les encanta esto. »
Juan Luis acaba de poner todo en su sitio. En realidad, les gusta esto: el toro. Las dudas y el miedo solo son un pasaje obligado hacia la excitación sublime que representa el combate de un toro. Es la hora de vestirse para el novillero y su cuadrilla; es el momento que yo esperaba con ansia.

Juan Luis llama a la puerta del cuarto de baño. Como si de un mensaje codificado se tratara, el silencio se hace de inmediato. Uno de estos silencios palpables y pesados donde cada palabra pronunciada debe de ser estrictamente necesaria. Emilio sale del cuarto totalmente desnudo. Su rostro es serio y su mirada parece perdida; la angustia deja sitio a la concentración extrema. Estoy impactado por este momento de una fuerza increíble. Emilio se transforma en torero. No me ve, su mirada se pierde y me traspasa. Juan Luis le tiende su montera y Emilio se la pega al rostro para rezar antes de ponérsela y colocar su coleta. Todos los gestos en el momento del vestir se realizan perfecta y lentamente, sin brusquedad. Las medias, la taleguilla, las manoletinas, la camisa, el fajín… Emilio no dice nada, mira a lo lejos o echa un vistazo a las imágenes santas que Juan Luis instaló, en un orden preestablecido, encima de la cama. Emilio besa fuertemente la medalla que le enseña Juan Luis y que colocará en su corbatín antes de adentrarse, como bien puede, en su chaquetilla. Ya está listo. Juan Luis desaparece discretamente. Emilio se planta delante de las imágenes religiosas, se santigua y las besa una a una. Estoy sólo con él, pero una fuerza invisible me empujar a salir de la habitación — algo me dice que este momento está reservado para el torero. Fuera, la cuadrilla está lista y espera silenciosamente en el pasillo. ¡Un cigarro, rápido!
Por fin Emilio sale, abraza uno a uno a los miembros de su cuadrilla y todo el mundo se desea buena suerte.
« ¡Vamos! Flo, sube a la furgoneta. »
Como un miembro de la cuadrilla, me instalo como puedo en el vehículo que nos lleva a la plaza. Son las 16h50.
La furgoneta se para a unos dos cientos metros de la plaza y el camino que queda se recorre en medio de las ruidosas peñas — curioso contraste. Emilio vuelve a descubrir esta plaza tan peculiar donde se coronó triunfador el año anterior. Mientras se reúne con su apoderado antes del paseíllo, aprovecho el momento para buscar mi sitio en los tendidos.

Víctor Barrio mata su primer novillo de Guadaira y le toca el turno a Emilio. Después de recibir a su oponente y de encontrarse con el picador, Emilio está en el quite. Pero en un intento de pasarse el novillo por la espalda, éste le coge. El novillo lo proyecta en el aire y Emilio cae violentamente sobre su hombro. Tengo la sensación de que este día se va a acabar ahora mismo y de que el sueño de triunfar se ha desvanecido con el primer novillo. Emilio se levanta con evidentes signos de dolor y se refugia en el burladero ayudado por su banderillero.
En un gesto de rabia, Emilio recoge su capote y se dirige hacia el centro del ruedo para acabar su quite con chicuelinas ajustadas. El público exulta y se entrega al torero. Es el principio de una lidia soñada: dos orejas y el rabo — una recompensa probablemente generosa. Qué más da, Emilio acaba de abrirse las puertas de la final del ciclo de novilladas. Le cortará otra oreja a su novillo de Guadaira. La salida se hace a hombros de Juan Luis. La cara de Emilio refleja una sonrisa de oreja a oreja.
Cuando toca tierra de nuevo, a unos cien metros de la furgoneta, se refugia con seriedad en el vehículo donde firma autógrafos a los niños que se acercan a felicitarle. Ninguna euforia. Durante su regreso al hotel mira desfilar el paisaje sin prestarle realmente atención. La cuadrilla vuelve a las habitaciones para ducharse. Una nueva espera comienza: espera durante la cual Emilio sabrá si el jurado lo declara finalista. Tomás Campuzano, que no ha dejado el teléfono hasta la llamada aliviadora, anunciará tranquilamente, sin exclamación alguna, la buena noticia a Emilio. Éste, ya vestido, muestra su enésima transformación: su cara ha cambiado; está más relajado, casi liberado. Me mira por primera vez al retratarle. « Seguro que es la primera foto que me haces en la que estoy sonriendo. »

Alvarito vuelve a cargar la furgoneta mientras que el resto de la cuadrilla se toma una caña. Juan Luis se me acerca: 
« Nos vamos en veinte minutos, ¿te vienes con nosotros a Arnedo? Mañana, Emilio mata la novillada de Prieto de la Cal. — No puedo Juan Luis, no me queda batería. »
Creo que ha sido la excusa más mala que he dicho en toda mi vida.
« Entonces nos vemos de nuevo el domingo, si Dios quiere… »

Fotografías Algemesí, 2011 
© Florent Lucas